Cuán agonizante
existencia mundana. Inquietudes varias se le abarrotaban en la mente, no
obstante, ninguna con el lastre suficiente como para quitarle la narcosis. Se
situó junto al occiso, éste denotaba plusválidas laceraciones, una tras otra,
el número solo iba en crescendo allí por donde se mirase. Tanta carne exenta no
dejaba sitio para la imaginación, sino que, solamente para ejecutar en cruda
acción. Realidad. Tenía los labios remojadamente jubilosos de bermellón, untaba
tres dígitos reiteradamente como si estuviera probando el mejor de los
manjares, un bocado supremo que contenía todas las vitaminas y minerales que a
él le hacían falta con extremosidad.
La musicalización de
fondo, suave, disímil a su idiosincrasia, le trajo exquisitos recuerdos de infancia.
¡Qué recuerdos aquellos! Desde la misma puericia fue el hijo pródigo del
Diablo, siguiendo la dogma fe de la iniquidad, la mansedumbre y la bonanza eran
sus peores y pérfidas enemigas. Y nótese que de eso, el mundo estaba lleno. Sí…
la humanidad estaba íntegramente ciega.
Aquí recaía la
responsabilidad ¡Su responsabilidad! Iracundo, le temblaban las manos cada vez
que veía obras de caridad ¡Hipócritas! Estúpidos llenos de mentís que revestían
sus actos infectos regalando lo que ya no usaban, basura. Él, un joven núbil,
dictaminó con el corazón en la mano que sería el príncipe de las tinieblas, que
traería el caos allende por donde fuera. Así fue.
Era huérfano, y eso
le alegraba, odiaba el cariño tanto de palabra como de tacto ¡No me toquen! Se
mantenía cautivo en la oscuridad de su alma, sentándose en rincones como las
arañas de febril tósigo. Absorto oteaba en lo que sopesaba los más macabros
planes. Sonreía de vez en cuando, cada vez que llegaba a deliciosas
conclusiones de matanza. La primera vez fue sumamente placentera, mejor que el
sexo, no… no había punto de comparación. Envenenó los alimentos con un nocivo
extinguidor de ratas, cayeron todos en el orfanato, incluso los cocineros,
pésima idea comer todos de la misma cacerola en cuestión, sobre todo… en
el ídem horario. Nada le hicieron, los
policías miraban su bella carita de porcelana creyéndolo incapaz de cometer
semejante barbaridad. A priori le siguieron un sinfín de eventos con el fin de
dar rienda suelta a su tirria, jamás escondiéndose de Dios ¡Nunca! Heme aquí,
su profesión surgió innata desde que tuvo uso de razón.
Abolió los recuerdos,
y la realidad cayó gélida sobre él. Nuevamente, se concentró en el cadáver.
Ingirió grandes cantidades de sangre, sin embargo, está vez lo hacía finamente
en cristal, una copa que guardaba solo para ocasiones especiales, como ésta.
Estaba en sus mejores años, la veintena de primaveras que cargaba le venía a
flor de piel, ¿Y su mente? Ah sí, mejor que nunca, gozaba de jovialidad, nadie tenía
el derecho de llamar perturbado a otro, más cuando todos éramos creyentes de
algo en forma desigual. ¡Locura pura! ¿Quién era el fehaciente contenedor de la
verdad?
Le aguardaba un
ansiado futuro, anacoreta por demás, no de precisaba estorbos en su camino. Las
autoridades hasta ahora nunca dieron con su paradero, ni de su faz sabían,
absolutamente obcecados con otro tipo de inquilino. Él, exudaba elegancia y
belleza, dinero en cantidades menores empero se mantenía muy bien, ni siquiera
reconocía el aroma de la pobreza. Media clase alta.
Atisbó la lluvia
azotarse contra el ventanal, una noche plenamente maravillosa. La abrió y asomó
parte de su humanidad por el alféizar. Miles de serpientes brillantes
aterrizaron sobre su piel y ropa. Estaba de buen humor, su vida apenas acababa
de iniciar, al igual que su carrera asesina.
ROSSIEL BLACK